Octavio siempre había sentido una extraña conexión con su tierra natal, Zinacantepec. Creció escuchando las leyendas sobre brujas y seres sobrenaturales que, según los ancianos, habitaban los bosques cercanos. Pero nunca les prestó demasiada atención, considerándolas meras supersticiones hasta aquella noche, cuando el horror se hizo realidad.
Una tarde nublada, Octavio decidió visitar una antigua cabaña que había pertenecido a su bisabuela, una mujer que muchos en el pueblo consideraban una curandera, pero que otros, en susurros, llamaban bruja. La cabaña se encontraba en lo profundo del bosque, aislada y olvidada. Al llegar, el lugar parecía estar atrapado en el tiempo, con paredes de madera desgastadas y un techo cubierto de musgo.
Dentro, el aire era denso, cargado de polvo y un extraño olor a hierbas. Mientras exploraba, Octavio encontró un baúl viejo y corroído. Al abrirlo, descubrió una colección de objetos extraños: amuletos, frascos con líquidos oscuros y un pequeño libro encuadernado en piel. Intrigado, tomó el libro y lo empezó a hojear.
El texto estaba escrito en un idioma que no reconocía, pero en el centro del libro encontró un dibujo que lo dejó helado. Era un símbolo antiguo, rodeado de palabras que parecían estar vivas, moviéndose en las páginas. Sin poder evitarlo, Octavio pronunció en voz alta una de las frases inscritas debajo del símbolo.
Un escalofrío recorrió su espalda, y de repente, el suelo bajo sus pies pareció ceder. La cabaña se llenó de un silencio antinatural, y entonces lo escuchó: un susurro, suave y persistente, que provenía de algún lugar oscuro. Octavio miró a su alrededor, pero no vio nada. Sin embargo, al girarse hacia la puerta, se encontró cara a cara con... él mismo.
Frente a él estaba un ser idéntico a él, pero con una mirada vacía y una sonrisa torcida. El doppelgänger avanzó lentamente, sus movimientos eran fluidos, pero había algo antinatural en su forma de caminar. Octavio retrocedió, tropezando con un mueble viejo, mientras su corazón latía frenéticamente. Sabía que este no era un simple reflejo; era algo más siniestro.
El ser habló, y su voz era la de Octavio, pero con un eco que resonaba en las paredes de la cabaña. "Siempre hemos estado aquí, esperando que alguien nos liberara", dijo. "Y ahora, tomaré lo que es mío."
Octavio intentó escapar, pero la puerta estaba cerrada. El otro Octavio se abalanzó sobre él, y ambos cayeron al suelo. Lo que siguió fue una lucha desesperada, donde cada golpe y cada movimiento era como luchar contra su propio reflejo. Pero algo en el doppelgänger era más fuerte, más resistente, como si el poder de aquella oscura magia le hubiera dado una fuerza sobrehumana.
Al final, Octavio sintió que sus fuerzas lo abandonaban. El ser lo inmovilizó y, con una sonrisa triunfante, colocó sus manos sobre su cabeza. Una ola de energía oscura lo recorrió, y sintió cómo su conciencia se deslizaba hacia una oscuridad profunda y fría.
Cuando Octavio abrió los ojos, ya no estaba en el suelo. Estaba de pie, mirando a su propio cuerpo, que ahora estaba vacío, sin vida, en el suelo de la cabaña. Un pánico indescriptible lo invadió al darse cuenta de lo que había sucedido. Estaba atrapado, su alma encerrada en un cuerpo que ya no le pertenecía. El doppelgänger había tomado su vida, su identidad, su todo.
El otro Octavio se levantó, se acomodó la ropa, y sin mirar atrás, salió de la cabaña. Octavio intentó gritar, pero su nueva forma no emitía sonido alguno. Desde su prisión, vio cómo el impostor se dirigía hacia el pueblo, listo para tomar su lugar en el mundo. Sabía que nadie sospecharía nada, porque el ser había robado más que su cuerpo: había robado su esencia, sus recuerdos, todo lo que era.
La cabaña volvió a quedar en silencio, pero ahora ese silencio estaba lleno de la desesperación de Octavio, que, atrapado en un cuerpo sin vida, se enfrentaba a una eternidad de oscuridad, mientras su doble vivía la vida que una vez fue suya, libre para cometer horrores en el nombre de Octavio.